lunes, 4 de junio de 2012

Vidas paralelas



[NOTA ORIGINAL EN LE MONDE DIPLOMATIQUE]



Por Maurice Lemoine*

La crisis griega no es inédita. Otros países, abrumados también bajo el peso de la deuda, como la Argentina de la década 1990-2000, eligieron no pagar. Este caso emblemático ilustra tanto la lógica que conduce a la catástrofe como los mecanismos que le permitirían a Atenas salir de ella.

odo empieza a partir de una idea deslumbrante. Para poner fin a la inflación que devasta al país a su llegada al poder en 1989 (1), el presidente peronista Carlos Menem –acompañado por su súper ministro de Economía Domingo Cavallo, formado en Harvard y ex funcionario de la dictadura (1976-1983)– fija la tasa de cambio de la moneda argentina de manera rígida: 1 peso=1 dólar. Este sistema es bautizado “convertibilidad”. Al principio, esta política alentada por el Fondo Monetario Internacional (FMI) tiene éxito: la inflación desaparece, el crecimiento económico se afirma.

El 1º de enero de 2001, Grecia cumple con los requisitos de Maastricht y se une a la zona euro. Un año más tarde, las monedas acuñadas de la nueva divisa reemplazan al dracma, la antigua moneda nacional.

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Después de la crisis mexicana (1994-1995), Buenos Aires tiene dificultades para financiarse en los mercados: el alza de las tasas de interés –que alcanzan el 20%– pesa sobre su presupuesto. Dado que varias crisis golpearon a las naciones emergentes (el Sudeste Asiático, Rusia, Brasil), el dólar, convertido en inversión refugio, ve crecer su valor. El matrimonio de amor del peso con el billete verde se vuelve en contra de Buenos Aires: al quitarle al Banco Central toda autonomía, el gobierno perdió el control de su política monetaria. Cuando varios vecinos importantes, como Brasil, devalúan su moneda, cuando el dólar sube en relación al euro, Argentina pierde toda competitividad en sus mercados, tanto próximos como lejanos. El año 1998 marca así el tránsito del crecimiento a la recesión.

Con el pasaje al euro, la industria griega se las ve con una moneda fuerte en relación con el dracma: su producción “cuesta cara”.

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Cuando, el 10 de diciembre de 1999, Menem cede el lugar al radical Fernando de la Rúa, líder de una coalición de centroizquierda –la Alianza, integrada por la UCR y el Frepaso–, a quien el ex primer ministro griego no hubiera desaprobado, la economía está en ruinas. Sobre 36 millones de argentinos, 14 millones viven, oficialmente, por debajo del umbral de pobreza. El FMI, el eterno e intachable protector del género humano, promete al nuevo gobierno un préstamo de 10 mil millones de dólares para refinanciar su deuda, con la condición de que se comprometa a poner en práctica un programa de austeridad. El poder, respetuoso como empleado doméstico recién contratado, para evitar toda moratoria o falta de pago –la deuda pública alcanza los 147.800 millones de dólares–, elabora un “plan de ajuste estructural”. En junio de 2000, una huelga general paraliza el país.
El 30 de noviembre de 2009, mientras los ministros de Economía europeos expresan su preocupación, Papandreu –que ha sucedido a un primer ministro conservador, Kostas Karamanlis– admite que la economía griega se encuentra en “terapia intensiva”. El 3 de marzo de 2010, anuncia el primer plan de austeridad.


Hacia el estallido social

Una multitud de economistas del FMI, del Banco Mundial (BM) y del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) apremian con el sin duda último “plan de salvataje”. “El FMI no permitirá a Argentina obtener el apoyo prometido en tanto el gobierno no ponga en práctica, por ley o por decreto, el conjunto de medidas anunciadas por el Presidente” (2), advirtió el 23 de noviembre de 2000 Stanley Fischer, director general de una institución que, en caso de necesidad, sabe mostrarse desagradable. Entonces, por decreto, De la Rúa desmantela lo que queda del servicio público de las jubilaciones, desregula la seguridad social, flexibiliza el mercado de trabajo, liberaliza el sector de la salud.

El 23 de abril de 2010, Atenas obtiene un primer préstamo de 45.000 millones de euros acordados por la Unión Europea y el FMI.


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Los enfrentamientos entre la policía y los manifestantes dejan sus primeras víctimas. Los escraches –insultos, pedradas o huevazos, agresiones físicas–, los piquetes en la ruta y los cacerolazos se multiplican. El 18 de diciembre de 2000, utilizando racionalmente las incompetencias, una coalición de economistas internacionales aportada por el FMI gratifica a Buenos Aires con un nuevo plan de “ayuda” de un monto total de 39.700 millones de dólares en tres años. ¡Gracias a estas medidas, Argentina se salvará! Tanto que De la Rúa anuncia una nueva reducción del gasto público y, el 20 de marzo de 2001, nombra ministro de Economía al señor “peso-dólar”, Cavallo. Su retorno, saludado (momentáneamente) por la Bolsa, el FMI y los mercados, entusiasma al Financial Times: sus logros le han permitido en efecto “encarnar una leyenda entre los inversores internacionales y los políticos del mundo entero” (3). Y llena de esperanza al primer ministro británico Anthony Blair y al presidente George W. Bush, que expresan públicamente su satisfacción.

El 2 de mayo de 2010, con el ánimo de “poner término a la crisis”, los ministros de Economía europeos acuerdan conceder a Grecia un “plan de salvataje” de 110.000 millones de euros.


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Para evitar la cesación de pagos, y porque la posibilidad de una moratoria declarada unilateralmente está dogmáticamente descartada, Cavallo inventa el “megacanje”, a través del cual los títulos de la deuda a corto plazo (29.500 millones de dólares) son canjeados por títulos a largo plazo (hasta treinta años), pero –acelerando la catástrofe– con intereses fabulosos. A continuación se propone el “déficit cero” por medio de la disminución de un 13% de los salarios y pensiones de más de 500 pesos (500 dólares); una medida que afecta al 92% de los empleados del Estado y al 15% de los jubilados. Cientos de pequeñas y medianas empresas (pymes) bajan la cortina. Como la peste de la Edad Media, el horror económico empuja a los piqueteros –desocupados que eligieron como medio de acción cortar las rutas– a levantar innumerables piquetes, y a una multitud de argentinos a lanzar una huelga general, el 20 de julio de 2001. Las agencias de gestión de riesgos Standard & Poor’s y Moody’s anuncian que clasificarían a Argentina en “cesación técnica de pagos”. Un portavoz del Departamento del Tesoro estadounidense completa el mensaje precisando: “Probablemente serán necesarios más sacrificios por parte de la población argentina para llegar a obtener la situación de equilibrio deseada” (4).

Dado que los bancos eran incapaces de hacer frente a las demandas de retiro de los depósitos efectuados en pesos y en dólares, el gobierno impone a partir del 3 de diciembre de 2001 estrictas medidas que limitan las salidas de dinero hacia el extranjero. Sobre todo, prohíbe a los ahorristas el acceso al dinero líquido de sus cuentas bancarias, y hace entrar en vigencia “el corralito”. Para colmo, surge la hipocresía, disfrazada de virtud: mientras que la recaudación fiscal registra una nueva caída récord en noviembre (el -11,6 %), y las medidas de fuerza paralizan la actividad económica y provocan una recesión que dura tres años, la agencia Fitch baja la nota de la deuda pública de C a DDD (default de pago). El FMI anuncia que no desembolsará los 1.260 millones de dólares acordados anteriormente.

¡Séptima huelga general! A partir del 12 de diciembre, importantes manifestaciones se despliegan, se amplifican y son reprimidas (hay siete muertos y trescientos setenta y ocho heridos). Estas manifestaciones desembocan en el saqueo de supermercados y de comercios por parte de los excluidos, desprovistos de toda cobertura social. La clase media hace sonar ruidosamente sus cacerolas. Sin banderas ni dirigentes, miles de descontentos comienzan a desplazarse y a bramar como un mar enfurecido. Como única respuesta, De la Rúa decretará el estado de sitio e intensifica la represión policial: treinta y cinco muertos, más de cuatro mil quinientos detenidos. Pero la movilización popular no cede. El 19 de diciembre, siguiendo en su desbande al impopular Cavallo, el gabinete de ministros presenta su renuncia. Al día siguiente, a mitad de su mandato, De la Rúa trepa a un helicóptero y abandona la Casa Rosada.

El 19 y 20 de octubre de 2011, una huelga general y violentas manifestaciones paralizan a Grecia; Dimitris Kotsaridis, uno de los manifestantes, pierde allí su vida.


El final de la convertibilidad

Mientras que la incuria de las prescripciones del FMI, del Banco Mundial y de sus amigos (una suerte de “troika”) queda públicamente expuesta, el peronista Adolfo Rodríguez Saá es designado presidente por el Congreso. Ante la Asamblea Legislativa, declara que no pagará un céntimo de la deuda. Defiende una política de relanzamiento, habla de crear un millón de empleos y pretende volver atrás con la disminución de las jubilaciones y la flexibilidad laboral. Estas primeras decisiones –que tienen “más puntos en común con el populismo más recalcitrante que con la imagen renovadora y moderna que pretende representar el presidente interino”– preocupan a los mercados (que tienen como intérprete, en este caso preciso, al diario español El País, el 28 de diciembre de 2001).

Mientras la población exige soluciones concretas, las manifestaciones callejeras no cesan. “No tengo más opción que presentar mi renuncia irrevocable”, capitula Rodríguez Saá, siete días después de haber asumido sus funciones.

El peronista Eduardo Duhalde es nombrado para el resto del mandato, es decir, hasta diciembre de 2003. Es el quinto presidente en quince días. Apenas constituido, el gobierno envía al Parlamento una “ley de emergencia” que, aprobada el 6 de enero de 2002, comporta modificaciones fundamentales en materia de política económica. Se trata, para relanzar la actividad, de devaluar el peso en un 30%, poniendo fin a la paridad fija impuesta en 1991. “El discurso y los gestos, sin dejar de ser populistas, son ahora más prudentes”, observa El País, el 3 de enero. ¿“Populistas”? Por supuesto: la devaluación amenaza con hacer perder 3.000 millones de euros a las multinacionales españolas que se deleitan en Argentina como en un país conquistado (y a quienes la Bolsa de Madrid castiga con frecuencia severamente).

La opción que consiste en hacer cualquier cosa con tal de preservar su lugar dentro de la zona euro impide a Grecia devaluar su moneda para intentar relanzar sus exportaciones.


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Las empresas concesionarias de servicios públicos privatizados, a menudo de origen extranjero, reclaman aumentos de tarifas que van desde el 40% al 260%. “Nunca en mi vida recibí tantas llamadas telefónicas de todos los grupos instalados en Argentina que no quieren que toquemos sus privilegios”, confesará un poco más tarde el presidente Duhalde (5). El 27 de enero, lanzando una advertencia que suena como una amenaza, el Comisario Europeo de Asuntos Económicos y Monetarios Pedro Solbes denuncia “las carencias y las contradicciones” del programa económico argentino. El Crédit Agricole, el Banco Santander y el Scotiabank hicieron mutis por el foro dejando decenas de miles de argentinos sin ahorros.

A pesar de las declaraciones oficiales que van en el sentido del rigor, el gobierno le teme más a una enésima explosión social que al descontento de los inversores extranjeros, de Estados Unidos o del FMI. Mantiene, pues, la moratoria decretada por Rodríguez Saá. El FMI reacciona pidiéndole al nuevo presidente un “plan coherente”: negará toda asistencia mientras perdure la política en curso, y le dan un año a Argentina para pagar su deuda.

El 31 de octubre de 2011, Papandreu anuncia que someterá al voto de los ciudadanos el acuerdo elaborado durante la cumbre europea del 27 de octubre (que apuntó a “salvar” otra vez a Grecia imponiéndole una nueva dosis de austeridad). Reprendido por Alemania, Francia, Bruselas y el FMI, renuncia el 3 de noviembre.

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En su discurso de asunción, Duhalde había afirmado que los depósitos bancarios bloqueados por el corralito serían restituidos en la moneda original. Pero dando marcha atrás sobre sus compromisos, anuncia que los ahorristas recuperarán su dinero en pesos y no en dólares, sobre la base de 1,40 pesos por dólar, mientras que, según la tasa de cambio libre, este cuesta ya 1,65 pesos. En abril, el FMI, manejando la situación –a menos que, simplemente, no tuviera ninguna idea de lo que convenía hacer–, otorga 710 millones de dólares para financiar el déficit de las provincias. Compartiendo con sus interlocutores un verdadero gusto por la repetición, Duhalde se compromete a realizar… recortes en el gasto público. En el transcurso de los tres meses anteriores, las empresas procedieron a ciento setenta mil despidos; el desempleo alcanza oficialmente el 25%. En la provincia de Buenos Aires, la suspensión de las becas sacó de las escuelas a aproximadamente ciento treinta mil alumnos de los barrios menos favorecidos.

El 20 de febrero de 2012, los ministros de Economía de la zona euro se ponen de acuerdo para aportar a Grecia una ayuda suplementaria de 130.000 millones de euros a cambio de nuevas medidas de austeridad. El ministro de Economía holandés Jan Kees de Fager pide que la Unión Europea y el FMI establezcan “vigilancia permanente” sobre Atenas.

El giro kirchnerista

¿Vigilancia? En Argentina se impone otra lógica.
A fines del año 2001 surgen por todas partes asambleas populares, organizaciones de desocupados y de piqueteros, redes de trueque, centros de salud o de educación; los trabajadores toman en autogestión las fábricas abandonadas (6). Los políticos, los miembros del gobierno, los jueces ya no se atreven a aparecer en público: fueron demasiado ávidos, demasiado corruptos; el país entero los vomita. La pesadilla de la ruina hace sublevarse a las comunidades campesinas. En la ciudad, vuelven los cacerolazos; los sindicatos de desocupados y demás, gente de los suburbios que ya no puede satisfacer su hambre bloquean el acceso a la Capital. En un caos total, al grito de “¡Que se vayan todos!”, los argentinos se levantan de nuevo, dejando sobre el pavimento dos muertos y ciento noventa heridos (sin hablar de ciento sesenta detenidos).

El 26 de junio de 2002, la represión feroz de una manifestación de piqueteros –la “masacre de Avellaneda” – cobra dos nuevas víctimas y treinta y tres heridos de bala. Ante la indignación popular, Duhalde anuncia elecciones anticipadas, seis meses antes del término previsto.
En diciembre, en las calles de Buenos Aires, todavía desfilan cerca de cien mil personas, reclamando una “asamblea popular” donde se discuta un “cambio radical del modelo económico”.

Las negociaciones con el FMI, que están congeladas desde diciembre de 2001, permanecen en un punto muerto. Para muchos, Argentina, convertida en un paria financiero, como Irak, Liberia o Somalia, tiene ya un pie en la tumba. Tanto es así que el sociólogo francés Alain Touraine la entierra: “[Argentina] No tiene ninguna capacidad de transformarse y de tomar decisiones. Como unidad, como país y como sistema político está muerta” (7). Muerta, quizás, pero todavía se mueve. Y mucho.

Durante la campaña electoral, tres candidatos se presentan en nombre del peronismo: Carlos Menem, el efímero presidente Rodríguez Saá, y Néstor Kirchner, desconocido por la mayoría, pero gobernador de centro izquierda de la provincia de Santa Cruz. El 27 de abril de 2003, Kirchner y Menem van a la cabeza con el 24,34% y el 21,9% de los votos, respectivamente. El 14 de mayo, dado por “aplastado-derrotado-aniquilado” por los sondeos, Menem –que anunció que, si él resultaba elegido, no dudaría en llamar al ejército para terminar con el “desorden”– renuncia a disputar la segunda vuelta. El 25 de mayo, en su discurso de asunción, Kirchner se presenta como defensor de la justicia social y partidario de un rol acrecentado del Estado, para “poner igualdad donde el mercado excluye”. Mientras que Estados Unidos sólo envía a un funcionario de segunda línea, el secretario de Vivienda y Desarrollo Urbano Mel Martínez, a nadie se le escapa que en el aplausómetro de las delegaciones extranjeras, con el presidente cubano Fidel Castro, el venezolano Hugo Chávez y el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, se viene abajo el techo.

Los inversores extranjeros siguen reclamando una revaluación sustancial de las tarifas de servicios públicos privatizados (medida también exigida por el FMI). Por su lado, Kirchner y su ministro de Economía Roberto Lavagna deciden controlar las entradas de capitales especulativos y anuncian un aumento del 50% del salario mínimo con el fin de relanzar el consumo.

A partir de entonces, la política del presidente toma un rumbo exactamente opuesto al que devastó al país. Rompe las “relaciones carnales” mantenidas desde los años noventa con Estados Unidos y gira hacia el eje progresista latinoamericano. Reafirma el rol de la voluntad en política, y del Estado en la economía. Une saneamiento financiero y desarrollo de la protección social, reconstrucción de la oferta industrial y sostén de la demanda popular. A partir de septiembre de 2002, como consecuencia de la muy fuerte depreciación del peso que, al proteger la industria, permite la reconquista del mercado interno y la sustitución de ciertas importaciones, había vuelto el crecimiento; su tasa, también favorecida por el dinamismo de las exportaciones, aumenta fuertemente.

Al observar esta recuperación, el FMI desea, por supuesto, que Buenos Aires consagre una parte del excedente de su recaudación fiscal a mejorar la oferta por la deuda. Como toda respuesta, Kirchner propone retomar los pagos a cambio del abandono, por parte de los actores financieros, de una parte de su crédito. Y, de hecho, en septiembre de 2003, en ocasión de las asambleas generales del FMI y del Banco Mundial que se realizan en Dubai, define personalmente su oferta como “para tomar o dejar”, negociando en forma directa con el mercado en lugar de someterse a él. De esta manera arranca a los gendarmes monetarios una moratoria que difiere a tres años (hasta diciembre de 2006) la cobertura de 12.500 millones de dólares; prorroga el plazo de reembolso de 2.430 millones de dólares por los cuales Argentina está en default de pago y, sobre todo, se niega a tomar ningún compromiso en cuanto a la aplicación de las tradicionales recetas del Fondo.

Finalmente esta posición dura fue exitosa, y la reestructuración obtenida el 25 de febrero de 2005 creó un precedente interesante, por no decir un ejemplo. Ese día, Argentina impuso una reducción de su deuda pública, tanto interna como externa (178.700 millones de dólares), gracias a una quita del 70% aplicada a 82.000 millones de dólares, la quita más grande de todos los tiempos (8). De esta suma, el 43,5% estaba en manos de ahorristas individuales no residentes (entre ellos, muchos italianos y alemanes), el 34,5% pertenecía a inversores institucionales extranjeros y el 22% a argentinos. Los montos debidos al FMI, al Banco Mundial y a otros organismos internacionales no estaban comprendidos en el acuerdo (9) –lo que algunos, partidarios de una respuesta (todavía más) fuerte, reprocharán al presidente–.

Tachado de “populista”, criticado por su rechazo a criminalizar la protesta social, a veces acusado de autoritarismo, el presidente Kirchner, si bien no arregló todos los problemas de su país, nacionalizó una cantidad de empresas estratégicas– como el Correo y el servicio de agua potable–, financió importantes programas sociales y redujo la tasa de pobreza a la mitad en cuatro años. “Hemos logrado la mejor negociación del mundo para la más importante deuda del mundo”, declaraba en Dubai ese 25 de febrero de 2005. En el mes de diciembre siguiente, gracias a la ayuda de Venezuela (adquirente de 1.600 millones de dólares de obligaciones), el país se dará el lujo de pagar de golpe la deuda contraída con el FMI (9.800 millones de dólares). También sobre este punto se dejarán oír las críticas. Pero, para Buenos Aires, la medida tenía un objetivo importante: impedir a los responsables de la catástrofe de 2001-2002 meter otra vez las narices en los asuntos del país.

Al recobrar la soberanía el país se levantó espectacularmente, hasta el punto de que, entre 2003 y 2011, su Producto Interno Bruto (PIB) se triplicó. Obviamente, el sector exportador griego no es el argentino y, desde 2001, Buenos Aires aprovechó el rayo de luz sobre la economía mundial, estimulada por el crédito barato y la demanda china en materias primas. Atenas no puede contar realmente con un entorno semejante para recuperarse. Pero esto no debe impedirle meditar sobre la moraleja de este precedente. Moraleja que, al año siguiente, Joseph Stiglitz, premiado en 2001 con el Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en homenaje a Alfred Nobel, formuló en estos términos al observar el desastre argentino: “Todo economista digno de ese nombre habría podido predecir que las políticas de austeridad provocarían un enlentecimiento de la actividad impidiendo que los objetivos presupuestarios sean alcanzados” (10).

Entonces, ¿por qué no pensar ahora en la situación de Grecia?

1. En promedio, 1.105% entre 1985 y 1990.
2. El País, Madrid, 24 de noviembre de 2000.
3. Tomado de Courrier International, París, 20 de diciembre de 2001.
4. El Nuevo Herald, Miami, 14 de julio de 2001.
5. Le Monde, París, 8 de enero de 2002.
6. Véase Cécile Raimbeau, “En Argentine, occuper, résister, produire”, Le Monde diplomatique, París, septiembre de 2005.
7. El País, 14 de abril de 2002.
8. Al cabo de largas negociaciones con los acreedores que la habían rechazado, esta quita del 75% será finalmente aceptada en 2010 por cerca del 93% del monto total de las sumas implicadas.
9. Entre 2001 y 2004 Buenos Aires les pagará más de 10.000 millones de dólares. Argentina debe aún 6.700 millones de dólares (fuera de los intereses) al Club de París; en noviembre de 2010, éste aceptó renegociar el arreglo de esta deuda pero, como lo reclamaba el gobierno argentino desde hace dos años, sin la intervención del FMI.
10. Les Echos, París, 21 de enero de 2002.




No faltan antecedentes

1868: Estados Unidos
Al final de la guerra civil, Washington declara “nula” la deuda de la Confederación.

1898: Cuba
Después de su victoria contra España, Estados Unidos denuncia los créditos detentados por Madrid sobre el pueblo cubano.

1918: Unión Soviética
Los bolcheviques repudian la deuda zarista.

1998: Rusia
Moscú decreta la suspensión unilateral de su deuda hacia países del Club de París (11) y bancos privados.

2003: Irak
Estados Unidos declara “odiosa” la deuda iraquí y solicita a Alemania, Francia y Rusia renunciar a sus créditos.

2007: Ecuador
Un auditor dictamina la ilegitimidad de una gran parte de la deuda pública. Quito impone a sus acreedores la compra, por 900 millones de dólares, de títulos que valen 3.200 millones de dólares.

2008: Islandia
La población islandesa se moviliza contra el pago de una deuda ligada a las actividades del banco privado Landanski (12). Amenazado con represalias por los gobiernos británico y holandés, tanto como por los inversores, el país ve, sin embargo su “nota” realzada de BB+ a BBB- por la agencia Fitch, el 17 de febrero de 2012.

Extraído de la presentación “Dette odieuse: toute une histoire”, de Claude Quémar (Comité para la Anulación de la Deuda del Tercer Mundo, CADTM), Lieja, 22 y 23 de octubre de 2011, y del libro AAA.: Audit, Annulation, Autre Politique, de Damien Millet y Eric Toussaint, Seuil, París, 2012.

11. Grupo informal de acreedores públicos. Los miembros permanentes son Alemania, Australia, Austria, Bélgica, Canadá, Dinamarca, España, Estados Unidos, Finlandia, Francia, Irlanda, Italia, Japón, Noruega, Países Bajos, Reino Unido, Rusia, Federación de Suecia y Suiza.
12. Véase Silla Sigurgeirsdóttir y Robert Wade, “Islandia, un pueblo que vota contra los banqueros”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, mayo de 2011.

* Periodista.

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