Kaschéi el Inmortal es un ejemplo de ese cine fantástico europeo tan ignorado ante la fascinación y el encanto indudable que provocan en nosotros las películas norteamericanas. Hay excepciones, claro: las películas de la Hammer, el giallo italiano… Pero vayamos más atrás en el tiempo, retrocedamos a la década de los años 40 y quizá ya no seamos capaces de nombrar tantas películas como desearíamos. Por eso es una buena ocasión el acercarse a esta película y ver otras maneras de narrar, otras formas de contar, porque si bien el lenguaje del cine es universal, cada país impone su impronta particular.
Dirigida por Aleksandr Rou (el cual, si miramos su filmografía, debió de ser todo un especialista en este tipo de cine) en 1945, estamos aquí ante una película que bebe en las fuentes de la fantasía más tradicional, la de la fábula o el cuento, entreverada esta por un encendido canto a la tierra natal y los valores del pueblo ruso. La Segunda Guerra Mundial acababa de terminar y el mensaje stalinista es obvio. De hecho, los primeros quince minutos de la película suponen una auténtica prueba de fuego para el espectador menos curtido: pueblerinos vestidos de día fiesta cantando por las calles, hermosas jóvenes asomadas a las ventanas soltando palomas al cielo, más canciones, bailes tradicionales, un joven cortejando a una bella dama, más canciones… En fin, todo un paseo por los valores tradicionales del pueblo ruso ensalzados en un festín de cartón piedra, el alma del campesino como epítome de los valores de una nación, pero lejos aquí de la visión industrial y proletaria de gigantes como Eisenstein o Pudovkin.
Hasta que las hordas del temible Kaschéi irrumpen en tan idílico paisaje y le prenden fuego hasta a la última brizna de hierba. Confieso, ay, que este momento lo disfruté de manera especial pese a su brevedad. Y a partir de aquí la película, sin abandonar del todo cierto tono elegíaco, se convierte en un viaje algo alocado por la fantasía más desbordada: árboles que se inclinan ante la muerte de un héroe o estatuas de madera que lloran la desgracia que ha caído sobre la tierra de quienes las guardaban, alfombras voladoras, caperuzas que proporcionan la invisibilidad, setas que hablan… El relato adquiere de repente tintes de fantasía oriental y un humor algo chusco se apodera de la narración. Y es que el tono varía sin ton ni son de lo poético a lo delirante, pasando por lo grotesco, a cada instante. De ideas tan decididamente acertadas como la de que Kaschéi es inmortal porque su corazón se oculta en una montaña oculta y recóndita y por eso nadie puede matarlo, a momentos tan bufos como la huida de la ciudad oriental.
Adolece de una falta de ritmo importante: en la misma secuencia, puede suceder que una acción se demore hasta la exasperación (el juicio a Bulat Balagur, el compañero de aventuras del protagonista) y la siguiente se liquide en cuestión de segundos.
Los mejores momentos quizá se encuentren en el viaje en la alfombra voladora a través de las montañas de camino al reino del malvado Kaschéi y la llegada a este y lo que allí acontece, aunque de nuevo todo resulta demasiado irregular. La película avanza a trompicones y se confunden escenas de gran belleza plástica con otras algo torpes, siempre todo acrecentado por las exageradísimas actuaciones de los actores, que parecen no apercibirse de que están en un film sonoro. Aunque teniendo en cuenta que no hay un solo plano con sonido directo y que todas las voces que podemos escuchar parecen grabadas en la misma habitación (da igual que estén en lo alto de una montaña que en el interior de una cueva: todo suena con ese eco molesto de habitación vacía), igual no habría que culparlos solo a ellos.
Kaschéi, en su figura tan terrible como ridícula al tiempo, señor del mal y la oscuridad, podría interpretarse como ese Hitler y el nazismo al que Rusia se acababa de enfrentar: de ahí su afán por ridiculizarlo de continuo. Y de ahí esos planos finales que son un canto a la antigüedad del pueblo ruso y a su alma inmortal (esta sí): “¡Después de la tempestad, Rus prospera!”, cantarán nuestros héroes. No se puede manifestar de manera más clara.Los mejores momentos quizá se encuentren en el viaje en la alfombra voladora a través de las montañas de camino al reino del malvado Kaschéi y la llegada a este y lo que allí acontece, aunque de nuevo todo resulta demasiado irregular. La película avanza a trompicones y se confunden escenas de gran belleza plástica con otras algo torpes, siempre todo acrecentado por las exageradísimas actuaciones de los actores, que parecen no apercibirse de que están en un film sonoro. Aunque teniendo en cuenta que no hay un solo plano con sonido directo y que todas las voces que podemos escuchar parecen grabadas en la misma habitación (da igual que estén en lo alto de una montaña que en el interior de una cueva: todo suena con ese eco molesto de habitación vacía), igual no habría que culparlos solo a ellos.
Toda una curiosidad cinematográfica que merece nuestra atención. Dura poco más de una hora, así que tampoco estaréis perdiendo mucho tiempo de vuestras vidas.
[nota extraída de El penúltimo mohicano]
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