[nota extraída de Biblioteca Ignoria]
Leonard Bilsiter era una de esas personas que no han conseguido que este mundo les resulte atractivo o interesante, por lo que han buscado la compensación en un «mundo oculto» sacado de su experiencia o imaginación… o de su invención. Los niños hacen muy bien esas cosas, pero se contentan con convencerse a sí mismos y no vulgarizan sus creencias intentando convencer a los demás. Las creencias de Leonard Bilsiter eran para "los elegidos»"; es decir, para cualquiera que estuviera dispuesto a escucharle.
Su afición por lo oculto no le habría llevado más allá de los lugares comunes del visionarismo de salón de no ser por un accidente que aumentó su repertorio de saberes místicos. Acompañado de un amigo que tenía intereses mineros en los Urales, había hecho un viaje por Europa oriental en el momento en que la gran huelga de los ferrocarriles rusos pasaba de la amenaza a la realidad. Su estallido le dejó atrapado, durante el viaje de regreso, en alguna zona del otro lado del Perm, y mientras aguardaba un par de días en un apeadero, en un estado de locomoción suspendida, trabó conocimiento con un comerciante en guarniciones y arreos metálicos que entretuvo provechosamente el tedio de la larga detención iniciando a su compañero de viaje inglés en un fragmentario sistema de conocimientos y tradiciones populares que él mismo había recogido de los comerciantes y nativos del Transbaikal. Leonard regresó a su círculo doméstico hablando sin parar sobre su experiencia de la huelga rusa, aunque se mostró muy reticente con respecto a determinados misterios oscuros, a los que aludía con el título sonoro de magia siberiana. La reticencia cedió en una o dos semanas, ante la influencia de la falta total de curiosidad general, por lo que Leonard empezó a hacer alusiones más detalladas sobre los enormes poderes que esa nueva fuerza esotérica, por utilizar el término con que la describía, confería a los escasos iniciados que sabían cómo manejarla. Cecilia Hoops, su tía, que quizás era bastante más amante del sensacionalismo que de la verdad, le hizo una publicidad más clamorosa de la que cualquiera podía esperar al ir repitiendo por ahí la historia de cómo había transformado Leonard, delante de los ojos de ella, un calabacín en una paloma torcaz. La historia, en cuanto que manifestación de la posesión de poderes sobrenaturales, fue rechazada en algunos círculos debido a la idea que tenían acerca de la capacidad imaginativa de la señorita Hoops.
Pero por muy dividida que pudiera estar la opinión acerca de la cuestión de si Leonard era un hacedor de maravillas o un charlatán, lo cierto es que llegó a una fiesta en casa de Mary Hampton con fama de preeminencia en una u otra de esas profesiones; y no estaba dispuesto a volverle la espalda a la publicidad que pudiera corresponderle. Las fuerzas esotéricas y los poderes inusuales formaban el grueso de cualquier conversación en la que participaran su tía o él, y las cosas que él había hecho, tanto las pasadas como las potenciales, constituían el tema de misteriosas sugerencias y oscuras afirmaciones.
—Me gustaría que pudiera convertirme en un lobo, señor Bilsiter —dijo su anfitriona en el almuerzo, al día siguiente de su llegada.
—Mi querida Mary —intervino el coronel Hampton—, no te conocía deseos de ese tipo.
—Evidentemente me refería a una loba —siguió diciendo la señora Hampton—. Resultaría demasiado confuso cambiar de sexo al mismo tiempo que de especie.
—No creo que deba bromearse con estos temas —contestó Leonard.
—Si no estoy bromeando, le aseguro que hablo totalmente en serio. Pero no lo haga hoy mismo; sólo disponemos de ocho jugadores de bridge y se desharía una de nuestras mesas. Pero la fiesta de mañana será más grande. Mañana por la noche, después de la cena…
—Dada nuestra actual comprensión imperfecta de estas fuerzas ocultas, creo que habría que abordarlas con humildad y no con burla —comentó Leonard con tal severidad que se abandonó inmediatamente el tema.
Durante la discusión acerca de las posibilidades de la magia siberiana, Clovis Sangrail había permanecido sentado e inusualmente silencioso; tras el almuerzo, acompañó a Lord Pabham a la sala de billar, donde se dedicó a investigar un asunto.
—¿Tiene una loba en su colección de animales salvajes? ¿Una loba de temperamento moderadamente bueno?
—Está Louisa —contestó Lord Pabham después de pensarlo—. Un ejemplar bastante hermoso de loba gris. La conseguí hace dos años a cambio de algunos zorros árticos. Consigo que casi todos mis animales estén bastante domesticados antes de que lleven conmigo demasiado tiempo; creo que puedo decir que Louisa tiene un temperamento angélico, para ser una loba. ¿Por qué quiere saberlo?
—Me estaba preguntando si me la prestaría mañana por la noche —respondió Clovis con esa solicitud descuidada del que pide prestado un botón para la camisa o una raqueta de tenis.
—¿Mañana por la noche?
—Así es, los lobos son animales nocturnos, por lo que la noche no le sentará mal —respondió Clovis con la actitud de aquel que lo tiene todo bien pensado—. Uno de sus hombres podría traerla desde el parque Pabham después de anochecer, y con un poco de ayuda podría conseguir introducirla en el invernadero, sin que la vean, en el mismo momento en que Mary Hampton salga a escondidas de él.
Lord Pabham se quedó mirando fijamente un momento a Clovis con un asombro comprensible; después su rostro se cubrió de arrugas mientras lanzaba una carcajada.
—Ah, ¿de modo que ése es su juego? Va a realizar un pequeño acto de magia siberiana por su cuenta. ¿Y estará de acuerdo la señora Hampton en ser su compañera de conspiración?
—Mary me ha prometido hacerlo si usted garantiza el temperamento de Louisa.
—Respondo del animal —contestó Lord Pabham.
Al día siguiente el grupo de invitados había alcanzado proporciones mayores y el instinto publicitario de Bilsiter se había expandido debidamente, ante el estímulo del aumento del público. Durante la cena de aquella noche se explayó sobre el tema de las fuerzas ocultas y los poderes no comprobados y mantuvo su impresionante elocuencia mientras servían el café en la sala de estar, antes de que se produjera una migración general hacia la sala de juegos. Su tía era la garantía de que escucharan respetuosamente sus palabras, pero el alma de aquélla, amante del sensacionalismo, suspiraba por algo más espectacular que la simple exhibición verbal.
—¿Por qué no haces algo para convencerles de tus poderes, Leonard? —suplicó ella—. Cambiar algo de forma. Puede hacerlo, ¿saben? Sólo necesita quererlo —informó al grupo.
—Oh, hágalo —exclamó sinceramente Mavis Pellington, petición que fue repetida por casi todos los presentes. Incluso los que no creían en ello en absoluto deseaban entretenerse con una exhibición de conjuros ejecutada por un aficionado.
Leonard comprendió que esperaban de él algo tangible.
—¿Alguno de los presentes tiene una moneda de tres peniques o un objeto pequeño sin ningún valor…?
—¿No pensará hacer desaparecer monedas ni realizar algo tan primitivo? —preguntó Clovis despreciativamente.
—Me parecería muy poco amable por su parte no llevar a cabo mi sugerencia de convertirme en loba —añadió Mary Hampton mientras cruzaba el invernadero para darles a los guacamayos el tributo habitual sacado de los platos de postre.
—Siempre le he advertido contra el peligro de considerar estos poderes con actitud de burla —respondió Leonard con solemnidad.
—No creo que pueda hacerlo —contestó Mary riendo provocativamente desde el invernadero—. Le desafío a que lo haga si puede. Le desafío a convertirme en una loba.
Tras decir esto se ocultó de la vista tras un macizo de azaleas.
—Señora Hampton… —empezó a decir Leonard con una solemnidad cada vez mayor, pero se detuvo. Una corriente de aire helado recorrió la sala al mismo tiempo que los guacamayos empezaban a lanzar gritos ensordecedores.
—¿Qué diablos les pasa a estos pobres pájaros, Mary? —exclamó el coronel Hampton en el mismo momento en que un grito de Mavis Pellington, todavía más estremecedor, hizo a todo el grupo levantarse de sus asientos. En diversas actitudes, que iban desde el horror de la indefensión a la defensa instintiva, se encontraron frente a un animal gris y de aspecto malvado que les miraba desde un punto situado entre los helechos y las azaleas.
La señora Hoops fue la primera en recuperarse del caos general producido por el espanto y el asombro.
—¡Leonard! —gritó con voz aguda a su sobrino—. ¡Vuélvela a convertir en la señora Hampton enseguida! Podría lanzarse sobre nosotros en cualquier momento. ¡Hazlo!
—No… no sé cómo… —contestó titubeando Leonard, que parecía más asustado y horrorizado que nadie.
—¡Cómo! —gritó el coronel Hampton—. ¡Se ha tomado la abominable libertad de convertir a mi esposa en una loba y ahora se queda aquí tranquilamente diciendo que no puede volver a convertirla en persona!
Para hacer estrictamente justicia a Leonard, hay que decir que la tranquilidad no fue un rasgo distinguido de su actitud en ese momento.
—Le aseguro que no convertí a la señora Hampton en un lobo; nada estaba más lejos de mis intenciones —protestó.
—¿Entonces, dónde está ella, y cómo entró ese animal en el invernadero? —preguntó el coronel.
—Desde luego tenemos que aceptar su seguridad de que no convirtió en lobo a la señora Hampton —intervino Clovis cortésmente—. Pero estará de acuerdo en que las apariencias están en su contra.
—¿Es que vamos a dedicarnos a recriminarnos mientras ese animal está ahí, dispuesto a despedazarnos? —se quejó Mavis con indignación.
—Lord Pabham, usted sabe mucho de animales salvajes… —sugirió el coronel Hampton.
—Los animales salvajes a los que estoy acostumbrado me han llegado, con sus credenciales apropiadas, de comerciantes bien conocidos, o han sido criados en mi propia casa de fieras —contestó Lord Pabham—. Nunca me he visto frente a un animal que sale despreocupadamente de detrás de un macizo de azaleas al tiempo que desaparece una encantadora y conocida anfitriona. Por lo que cabe juzgar de las características exteriores, tiene la apariencia de ser una hembra adulta de lobo gris norteamericano, una variedad de la especie común canis lupus.
—Vaya, no importa cuál sea su nombre latino —gritó Mavis cuando el animal se adentró uno o dos pasos en la sala—. ¿No puede intentar sacarlo con comida y encerrarlo donde no pueda hacer ningún daño?
—Si es realmente la señora Hampton, que acaba de tomar una cena muy buena, no creo que la comida le atraiga mucho —dijo Clovis.
—Leonard —suplicó llorosa la señora Hoops—, aunque no hayas tenido nada que ver con esto, ¿es que no puedes utilizar tus grandes poderes para convertir a este animal terrible en algo inofensivo antes de que nos muerda a todos?… ¿En un conejo o algo parecido?
—No creo que al coronel Hampton le parezca bien que su esposa se convierta en una sucesión de animales caprichosos, como si estuviéramos jugando con ella —intervino Clovis.
—Lo prohíbo absolutamente —atronó el coronel.
—La mayoría de los lobos con los que he tenido algún trato sentían un desordenado amor por el azúcar —dijo Lord Pabham—. Si quieren, probaré con éste.
Cogió un terrón de azúcar del platillo de su café y se lo lanzó a la expectante Louisa, que lo cogió en el aire. Un suspiro de alivio brotó del grupo; un lobo que come azúcar cuando por lo menos se podía haber dedicado a despedazar a los guacamayos, había perdido ya parte de su terror. El suspiro se convirtió en un jadeo de agradecimiento cuando Lord Pabham sacó al animal de la sala con el señuelo de nuevas dádivas de azúcar. Al instante se precipitaron todos hacia el invernadero vacío. No había rastro de la señora Hampton, salvo el plato que contenía la cena de los guacamayos.
—¡La puerta está cerrada por dentro! —exclamó Clovis, quien diestramente había dado la vuelta a la llave mientras simulaba comprobarla. Todo el mundo se volvió hacia Bilsiter.
—Si no ha convertido a mi esposa en un lobo —dijo el coronel Hampton—, ¿tendrá la amabilidad de explicar adónde la ha enviado, puesto que evidentemente no pudo pasar por una puerta cerrada? No le presionaré para que me explique cómo un lobo gris norteamericano ha aparecido de pronto en el invernadero, pero creo tener algún derecho a preguntar lo que ha sido de la señora Hampton.
La reiterada negativa de Bilsiter fue recibida con un murmullo general de incredulidad impaciente.
—Me niego a permanecer bajo este techo —afirmó Mavis Pellington.
—Si nuestra anfitriona ha desaparecido realmente en forma humana —dijo la señora Hoops—, ninguna de las damas del grupo puede quedarse. ¡Me niego absolutamente a ser la invitada de un lobo!
—Es una loba —intervino Clovis tranquilizadoramente.
La etiqueta correcta que debía observarse bajo las inusuales circunstancias no necesitó ser elucidada. La entrada repentina de Mary Hampton privó de su interés inmediato a la discusión.
—Alguien me ha hipnotizado —exclamó malhumoradamente—. Me encontré en la despensa de la casa recibiendo azúcar de Lord Pabham. Odio que me hipnoticen, y el médico me había prohibido tomar azúcar.
Se le explicó la situación en la medida en que ésta permitía algo que pudiera considerarse como tal.
—¿Entonces me convirtió realmente en un lobo, señor Bilsiter? —exclamó con excitación.
Pero Leonard había quemado la barca en la que ahora podría haber navegado sobre un mar de gloria. Sólo fue capaz de sacudir débilmente la cabeza.
—Fui yo el que me tomé esa libertad —dijo Clovis—. Resulta que he vivido un par de años en el nordeste de Rusia y tengo un conocimiento superior al de un turista acerca de las artes mágicas de esa región. No me interesa hablar de esos poderes extraños, pero en ciertas ocasiones, cuando oigo que se dicen muchas tonterías sobre ellos, me veo tentado a mostrar lo que puede hacer la magia siberiana en las manos de alguien que la entienda realmente. Cedí a esa tentación. ¿Puedo tomar una copa de brandy? El esfuerzo me ha dejado bastante debilitado.
Si Leonard Bilsiter hubiera sido capaz de transformar a Clovis en ese momento en una cucaracha, para después pisotearla, de buen grado habría realizado ambas operaciones.
En Animales y más que animales
Traducción: Rafael Lassaletta
Imagen: E.O. Hoppé
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